Card. Poli: “San Josemaría es el santo de lo profundo”

Transcribimos la homilía que el Card. Mario Poli pronunció en la santa Misa que se realizó en la Catedral Metropolitana, con motivo de la celebración de la fiesta de san Josemaría el pasado 26 de junio.

Hemos escuchado en la primera lectura, al menos para mí, la siempre sorprendente página del Génesis. La hemos proclamado y nos recreó ese maravilloso momento en que Dios infunde el aliento divino. Insufla su espíritu y crea un ser viviente. Estamos frente a una lectura religiosa y sapiencial de la creación, hermosa, bellísima. No quiere competir con ninguna interpretación, ni científica, ni literaria. Es una lectura religiosa, le creemos a Dios, asentimos en su creación y tomamos esta palabra revelada como verdad. Así como los filósofos, entre ellos los estoicos, decían que si hay un orden en el universo, hay un principio ordenador; nosotros si miramos las estrellas -los porteños a pesar del smog-, descubrimos también un principio ordenador, que para nosotros es nuestro padre Dios.

Lo que hemos escuchado es la segunda narrativa de la creación del hombre, es el capítulo segundo del Génesis. La primera nos decía que Dios creó al hombre a su imagen, es en el sexto día que lo crea, y decía que lo creó a imagen y semejanza de Dios. El Divino Creador estampó su rostro, los creó varón y mujer. Así concluía este magnífico relato de la creación del universo, y en el centro de esta bella realidad lo colocó al hombre como señor de todas las cosas. Él mismo puso ante el hombre todas las cosas para que les ponga nombre. El jardín del Edén es una síntesis de la creación donde todo está al servicio del hombre. La creación es el lugar en el que se desarrolla la historia de amor entre Dios y sus criaturas. Dios no se guardó nada en este maravilloso universo que seguimos descubriendo, y todo lo hizo para sus criaturas, por tanto la salvación del hombre es el motivo de todo esto. Si uno se pregunta para qué hizo Dios el universo: para nosotros.

Esta página del primer libro de la Biblia nos permite reconocer los dones preciosos recibidos del Creador, el valor del propio cuerpo, la libertad, la conciencia, y todos los valores: la familia, la amistad, el trabajo. También la recreación. En estos dos capítulos de la escritura, Dios, con su palabra creadora, escribe el libro de la naturaleza y escribe en todas las cosas, especialmente en el corazón de su criatura, la ley natural. Y todo lo hace para que sean felices, para que seamos felices, y gocemos de lo que Él había creado para la primera pareja humana. Es una página que cada vez que la proclamamos nos hace caer -no sin cierto dejo de tristeza- en la cuenta de lo que hemos perdido por el pecado y la soberbia humana. Esta página se recrea en cada ser humano que nace a la luz de este mundo.

Pero ahora, por los méritos de Jesucristo, los hombres recibimos una ley nueva, la ley del Evangelio de Jesús. Asume y realiza de modo eminente la ley natural, liberándonos de la ley del pecado. Si aquella culpa nos hizo perder el Edén, y con esa culpa perdimos la condición de hijos, ahora tenemos la posibilidad de ser conducidos por el espíritu de Dios -nos enseña San Pablo-, para reconocer el espíritu de quien nos creo y a quien llamaron familiarmente Adán y Eva en el paraíso: “Padre, padrecito, Abba, papito”. De tal modo que mediante la gracia que nos viene de Jesús, podemos aspirar a la vida divina en la Gloria. Mientras caminamos vivimos en la gracia, según el catecismo, lo que en el Cielo viviremos en la gloria.

Me gusta recordar, imaginando las páginas de la Biblia, ahora del Génesis, lo que hizo Dios para rescatar al hombre después que pasaron el umbral del Edén. No los dejó a la deriva. ¡Qué no hizo Dios! El Concilio resume toda esta narración de la alianza del Nuevo Testamento hasta llegar a Cristo, la nueva Alianza y definitiva. En la constitución conciliar sobre la Iglesia, el Concilio decía: “Dios, en un libérrimo y misterioso designio de su amor, decretó elevar a todos los hombres a la participación de la vida divina”. Es una oración que me apasiona, y que debiera apasionarnos a todos, porque esta es la voluntad de Dios expresada por la Iglesia. Nosotros sabemos que ese designio divino lo obró plenamente en Cristo.

El Evangelio de san Lucas nos abrió otra página de oro de la Escritura. Escuchamos bien que se resume en tres momentos este evangelio: la gente que lo sigue a Jesús, .Él que enseña a la multitud y la pesca milagrosa. Enseña con parábolas para que aquel que crea entender no entienda nada, mientras que los pequeños, los que tienen el corazón dispuesto, empiezan a reconocer los misterios del Reino.

En efecto, en el centro de la predicación de Jesús está el anuncio del Reino, y así lo decía Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi: “Cristo en cuanto evangelizador, anuncia un reino, el Reino de Dios. Tan importante que en relación a Él todo se convierte en lo demás. Busquen el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se les dará por añadidura”. Solamente el Reino es absoluto y todo el resto es relativo. Es bueno recordar esto. El texto de san Lucas tiene estos tres momentos que les decía: la gente, las ovejitas perdidas del pueblo de Israel, por quienes Jesús tiene compasión, y por eso dedica largas horas para enseñar las cosas del Reino.

Ustedes recuerdan cuando Jesús se pierde en el templo, tenía doce o trece años. José y María, después de dos días de búsqueda, de recorrer angustiados, lo encuentran a Jesús enseñando a los doctores de la Ley. Y recuerdan su respuesta. Primero la Virgen, que en la Escritura está serena, pero me imagino que ahí estaría muy nerviosa: “¿No sabías que tu padre y yo te buscábamos?”. Quisiera saber si los padres que están acá después de dos días se lo dicen así, tan serenamente. Jesús responde: “¿Acaso ustedes no sabían que yo tengo que dedicarme a las cosas de mi Padre?”. De estas cosas les habla a la gente durante su ministerio público.

Y en el Evangelio hay una multitud, por eso tiene que subirse a una barca y hablar desde la orilla, para que no lo apretujen, para que su voz llegue a muchos. La enseñanza de Jesús, parábola sencilla que entra en el corazón de su gente, con todas las imágenes de la cultura de su gente, de la cultura agrícola, pastoril, de la cultura comercial. Y luego el milagro. Jesús predica, anuncia el reino de los cielos con palabras y con gestos, con anuncio profético y también con milagros, y entonces se produce este mandato de Jesús, que arranca del corazón de Pedro este sentimiento de indignidad: “Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador”. ¡Qué linda la página del Evangelio!

Pero quiero dedicarme a una expresión de este texto del Evangelio, para aplicarla a san Josemaría. San Juan Pablo II le llamó el santo de lo ordinario, de lo cotidiano. Salvando todas las distancias -y pongan más distancias todavía-, voy a agregar que san Josemaría es el santo de lo profundo: duc in altum, “vayan a lo profundo”. Esa es la frase que mueve todo el milagro de Jesús. Confíen. Miren que se los dice a avezados pescadores: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes».. Y Él insiste: “ustedes vayan…”, luego se produce una pesca inimaginable.

Esto me hace pensar en san Josemaría, que fue el hombre de la confianza en Dios; él también escuchó duc in altum, a lo ordinario de todos los días, que es lo más profundo que tenemos, las cosas cotidianas, que cautivaban su vida como la de muchos santos de la Iglesia. Las pequeñas cosas de todos los días, hacerlas bien, pensando en los demás, con espíritu de servicio y comunión. “Vayan a lo profundo”, quiere decir no se queden en lo superficie. Qué bien nos hace escuchar esta frase de tres palabritas: duc in altum! Vayan a lo profundo, mar adentro. ¡Cómo gastó y regastó esta frase san Juan Pablo II! Y además nos hizo caer en la cuenta de que teníamos que dejar la comodidad de orilla, de la superficialidad, de la mediocridad religiosa; nos exhortó a ir a lo profundo, a lo que da sentido a nuestros días, a buscar en las cosas ordinarias lo extraordinario. Y por eso no puedo menos que aplicárselo a Josemaría, el santo de las cosas profundas.

Cada vez que celebro la vida de un santo en la Eucaristía, hacemos memoria agradecida, y no puede pasar desapercibida su enseñanza. No puede ser, que páginas de vidas consagradas al servicio del Evangelio, amando a Dios y a la gente, imitando a Jesús, que amó hasta el extremo y pasó por este mundo haciendo el bien, no cautive nuestro corazón. Renovemos nuestro deseo de santidad, que no es otra cosa que ir a lo profundo de nuestra existencia, es retomar el Edén, lo que hemos perdido por el pecado, por nuestras pequeñas miserias. Que el Señor nos conceda, por intercesión de san Josemaría, ir a lo profundo en cada una de las etapas de nuestras vidas.

Palabras de agradecimiento del P. Víctor Urrestarazu

Palabras de agradecimiento del P. Fabricio Melchiori