El gran desconocido

Este jueves ha comenzado el Decenario al Espíritu Santo que concluye con la fiesta de Pentecostés. San Josemaría dedicó esta homilía al Espíritu Santo.

Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo –con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección– había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.

Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas (Cfr. Ioh XVI, 12–13.). Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por El, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén.

Los hombres y las mujeres que, venidos de las más diversas regiones, pueblan en aquellos días la ciudad, escuchan asombrados. Partos, medos y elamitas, los moradores de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de Frigia, de Pamfilia y de Egipto, los de Libia, confinante con Cirene, y los que han venido de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes, oímos hablar las maravillas de Dios en nuestras propias lenguas (Act II, 9–11.). Estos prodigios, que se obran ante sus ojos, les llevan a prestar atención a la predicación apostólica. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los discípulos del Señor, tocó también sus corazones y los condujo hacia la fe.

Nos cuenta San Lucas que, después de haber hablado San Pedro proclamando la Resurrección de Cristo, muchos de los que le rodeaban se acercaron preguntando: ¿qué es lo que debemos hacer, hermanos? El Apóstol les respondió: Haced penitencia, y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Aquel día se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca de tres mil personas (Cfr. Act II, 37–41.).

La venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de El y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana: El es quien inspira la predicación de San Pedro (Cfr. Act IV, 8.), quien confirma en su fe a los discípulos (Cfr. Act IV, 31.)quien sella con su presencia la llamada dirigida a los gentiles (Cfr. Act X, 44–47.), quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús (Cfr. Act XIII, 2–4.). En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo.

Actualidad de la Pentecostés

Esa realidad profunda que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos. Yo rogaré al Padre –anunció el Señor a sus discípulos– y os dará otro Consolador para que esté con vosotros eternamente (Ioh XIV, 16.). Jesús ha mantenido sus promesas: ha resucitado, ha subido a los cielos y, en unión con el Eterno Padre, nos envía el Espíritu Santo para que nos santifique y nos dé la vida.

La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea –siempre y en todo– signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios (Cfr. Is XI, 12.). Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara.

También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que El derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos(Tit III, 5–7.).

La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso –el comprobar la realidad del pecado y de las limitaciones humanas– puede sin embargo constituir una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra fidelidad.

Permitidme narrar un suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un mapamundi: mire, de norte a sur, y de este o oeste. ¿Qué quieres que mire?, le pregunté. Su respuesta fue: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en un primer momento, de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son muchos también los que viven como si no lo conocieran.

Pero esa sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por El realizada, es suficiente y sobreabundante.

Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que –según las palabras fuertes de San Pablo– cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia (Cfr. Col I, 24.).

Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la Iglesia, una santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo del corazón o se quedan quizá en los labios? El mensaje divino de victoria, de alegría y de paz de la Pentecostés debe ser el fundamento inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano.

Tratar al Espíritu Santo

Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración (Act II, 42.).

Fue así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal –la oración sin anonimato– cara a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.

Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad (Cfr. 1 Cor XII, 4–6 y XIII, 1–13.).

Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros? (1 Cor III, 16.), y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno –una de las tres Personas del único Dios–, con quien se habla y de quien se vive.

Hace falta –en cambio– que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como nos enseña a hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que ya antes me refería.

Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si El fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que El mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios(S. Cirilo de Alejandría, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34 (PG 75, 609).).

Para concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos impulse a tratar al Espíritu Santo –y, con El, al Padre y al Hijo– y a tener familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad –repito–, vida de oración, unión con la Cruz.

Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. El es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios(Rom VIII, 14.).

Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor (Mt XVIII, 3.). Viejo camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni falta de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios.

Vida de oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios (1 Cor II, 11.). Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro (Cfr. Gal IV, 6; Rom VIII, 15.).

Acostumbrémos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en El, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por El, a todas las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia –y cada cristiano– que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con nosotros para siempre (Cfr. Apoc XXII, 17.).

Unión con la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano: somos –nos dice San Pablo– coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con El, a fin de que seamos con El glorificados (Rom VIII, 17.). El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.

Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo.

Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado (Cfr. Gal IV, 31.), que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo. Los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad (Gal V, 22–23.): y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (2 Cor III, 17.).

En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.

Es en esa hora, además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando, en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.

Tal es, en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas, la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición, que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés, que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los corazones que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que procedes de uno del otro (Del himno Veni Creator Spiritus, del oficio del día de Pentecostés.).