El cumpleaños del Santo Padre me trajo a la memoria la fumata bianca del 19 abril de 2005. El humo blanco de la chimenea de la Capilla Sixtina anunciaba no sólo una elección, sino también una oblación. Era señal de aceptación gustosa del peso que supone ser el Sucesor de San Pedro, cuando en el horizonte del cardenal Joseph Ratzinger se divisaba un justo y merecido descanso, después de largos años de trabajo intenso.
Dios concede al Santo Padre una paternidad universal. Ser Romano Pontífice significa convertirse en padre de una multitud de hijos e hijas, a los que guiar, atender y amar.
En un aniversario el pensamiento suele dirigirse al pasado, pero también es momento para contemplar el presente y el futuro. Imaginar los sabrosos frutos que producirá el árbol de la Iglesia por la generosidad de la entrega de Benedicto XVI. Un hombre que sabe abrazarse a la tarea encomendada, como Cristo se abrazó a la Cruz. Y lo hace uniendo inteligencia y humildad, amabilidad y fortaleza. En el segundo año de pontificado, surge el deseo de darle gracias por ayudarnos y por impulsarnos a situar la caridad en el centro de nuestro obrar. En la misa con la que inauguró su pontificado, Benedicto XVI pidió a los cristianos la ayuda de la oración.
Un año después comentaba: "Cada vez me convenzo más de que por mí mismo no podría cumplir esta misión. Pero siento también que vosotros me ayudáis a cumplirla. (...) ¡Gracias, de corazón, a todos los que de diversas maneras me acompañan de cerca o me siguen de lejos espiritualmente con su afecto y su oración! A cada uno le pido que siga sosteniéndome, pidiendo a Dios que me conceda ser pastor manso y firme de su Iglesia."
Estos aniversarios constituyen una invitación a rezar y a ofrecer sacrificios por su persona e intenciones, de manera que el Papa sienta la comunión de la Iglesia entera, en el empeño por sacar adelante la misión confiada a todos por el Señor.
