Ejemplos de fe (III): David

Texto para meditar sobre la virtud de la fe, a partir de la vida del rey David. El monarca supo ponerse siempre en las manos de Dios, también cuando se alejó de Él.

David toca el arpa (Rubens).

El rey David ocupa un puesto relevante en la Sagrada Escritura. A su vida se dedican más páginas que a la de ningún otro personaje del Antiguo Testamento, excepto Moisés. Él «es, por excelencia, el rey “según el corazón de Dios”, el pastor que ruega por su pueblo y en su nombre, aquél cuya sumisión a la voluntad de Dios, cuya alabanza y arrepentimiento serán modelo de la oración del pueblo»[1]. Tras haber considerado el papel de la fe en la vida de Moisés y la profunda relación existente entre su confianza en Dios y el asumir con radicalidad la propia vocación, el ejemplo de David puede servirnos para apreciar, entre otros aspectos, cómo la vida de fe conlleva una actitud activa de confianza y abandono en las manos de Dios, un empeño por buscar sin desánimos la más cabal correspondencia a los designios divinos, un esfuerzo por recomenzar sin desaliento una y otra vez y con nuevo brío la lucha espiritual después de una caída en el pecado; sin que todo esto se confunda con un vago sentimiento de presunción en la valía personal o de superficial confianza en la misericordia divina.

En las manos de Dios

Los Libros de Samuel y Primero de Reyes[2] describen con gran realismo la historia de David: una vida llena de avatares, en la que el autor sagrado hace hincapié en que Dios siempre le asiste y que el hijo de Jesé se pone siempre confiadamente en las manos de Dios, acudiendo a Él especialmente en los momentos de mayor peligro. David se abandona completamente en las manos del Señor, con «la certeza de que, por más duras que sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, nunca caeremos fuera de las manos de Dios, esas manos que nos han creado, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque las guía un amor infinito y fiel»[3]. Junto a esto, llama la atención la manera en que en David se van cumpliendo los designios divinos. Es ungido rey por el profeta Samuel, porque el Señor lo eligió, a pesar de que en el momento histórico de su llamada era considerado el de menor valía entre sus hermanos, pues: «la mirada de Dios no es como la del hombre. El hombre mira las apariencias pero el Señor mira el corazón»a href="#_ftn4">[4]. La unción, ciertamente, no concedió por sí misma el trono a David: debió luchar – poniendo siempre su confianza en Dios – contra la oposición de Saúl y sobrellevar muchas contradicciones de todas partes antes de ser aclamado y ungido, primero como rey de Judá por su tribu y, siete años después, como rey de todo Israel»[5], superando la resistencia de los partidarios de Isbaal, hijo de Saúl. Afirma entonces el texto bíblico que «David reconoció que el Señor lo había consolidado como rey de Israel y había encumbrado su realeza por amor de su pueblo Israel»[6].

Si en un primer momento, por tanto, parecía que David llegaba al trono y establecía su reino por su valentía y astucia, en realidad, en su historia vemos cumplirse que «la actitud del hombre de fe es mirar la vida, con todas sus dimensiones, desde una perspectiva nueva: la que nos da Dios»[7]. La Sagrada Escritura nos permite apreciar además que Dios cuenta con las iniciativas y esfuerzos del hombre para realizar sus proyectos… ¿qué hubiera sucedido si David, hombre de fe, hubiera pensado que para recibir lo que Dios le había prometido bastaba con dejar pasar el tiempo, o simplemente esperar que el pueblo fuera a aclamarle?

Hay muchos momentos de la historia de David en los que podemos contemplar el ejemplo de su fe activa, que le mueve a hacer lo que debe y a confiar en que Dios está de su lado asegurándole el éxito. Un suceso bien conocido es su combate contra Goliat, aquel gigante del ejército filisteo de unos tres metros de altura y bien adestrado para la guerra. El texto bíblico se detiene en describir la corpulencia y la armadura del filisteo y lo desproporcionado que resultaba que David, hasta entonces un pastor de ganado, inexperto en la guerra, cuya única arma era su honda, se enfrentase a él. Pero el mayor contraste radicaba en realidad en la actitud que movía a ambos combatientes: la soberbia del filisteo, «que desafía al ejército del Dios vivo»[8], choca ante la fe de David, que sale al combate «en nombre del Señor de los ejércitos»[9] convencido de que «el Señor, que me ha librado de las garras de leones y de osos, me librará también de la mano de ese filisteo»[10].

Es esa fe la que mueve también a David a prepararse lo mejor que puede para el combate: toma como arma la honda, cuyo poder conoce bien, y selecciona cuidadosamente las piedras que va a lanzar. Los medios son desproporcionados frente al equipamiento del enemigo, pero con ellos conseguirá la victoria. Se cumplen aquí, cabalmente, esas palabras de san Josemaría: «Sirve a tu Dios con rectitud, sele fiel... y no te preocupes de nada: porque es una gran verdad que "si buscas el reino de Dios y su justicia, Él te dará lo demás –lo material, los medios– por añadidura» [11]. Por otra parte, la fe y confianza de David en el Señor le llevan a valerse de toda su pericia. Es una lección que deja al cristiano que debe sacar adelante las obras que Dios pone en sus manos: porque «el que vive sinceramente la fe, sabe que los bienes temporales son medios, y los usa con generosidad, de modo heroico»[12].

David actúa poniendo todos los medios a su alcance y abandona en las manos de Dios los resultados de su acción. Su fe en el Señor hace que no pierda el ánimo, incluso cuando las circunstancias adquieren tonos dramáticos: «Las diferentes perícopas de la Escritura, en sus múltiples alusiones, nos confirman queinter médium móntium pertransíbunt aquæ (Sal 103/104, 10). Esta certeza se opone hasta al menor atisbo de desaliento, aunque los obstáculos puedan llegar a las mismas cumbres; y ese camino es el oportuno para que nos lleguemos al Cielo, seguros de que las aguas divinas enjugan y también impulsan todas nuestras limitaciones para llegar a estar con Dios»[13].

La humildad de saber volver a Dios

Al mismo tiempo, la vida de David refleja otro aspecto importante de ese saberse en las manos de Dios. La narración bíblica expone con detalle algunos graves pecados de David de los que, por su fe y confianza en Dios, logró purificarse alcanzando el perdón divino. En este sentido, tal vez el episodio más conocido fue su gravísimo pecado de adulterio con Betsabé seguido del asesinato de Urías, su legítimo esposo[14]. Un pecado fruto de una voluntad apagada, que terminó por torcerse y oscurecer todo un amplio horizonte de gracias divinas recibidas.

El Segundo libro de Samuel refiere que estando por estallar la guerra contra los Amonitas, David envió a su ejército a combatir. Él, sin embargo, permaneció en Jerusalén. Poco a poco, el texto bíblico señala las circunstancias que condujeron a la caída moral de David: abandona su deber de dirigir el ejército, como era entonces habitual entre los reyes, prefiriendo permanecer holgadamente en la ciudad; trascurre ocioso la jornada, levantándose al atardecer y paseándose reposadamente por el terrado; descuida la mirada de un modo indiscreto e imprudente; acepta la tentación; envía mensajeros para informarse de la posibilidad de actuar su propósito; y finalmente comete el gravísimo pecado de adulterio. A todo esto siguió todavía otro pecado tal vez aún mayor: el proyectar meticulosamente la muerte del legítimo esposo de Betsabé, Urías el hitita, uno de sus oficiales más leales, valiente y generoso, enumerado entre el grupo de los grandes héroes del reino davídico en 2 Sam 23, 39.

El relato muestra paradigmáticamente la impresionante capacidad del corazón humano de hacer el mal no obstante las buenas disposiciones previamente existentes y la abundancia de dones divinos recibidos. David actúa de un modo inaudito si consideramos la fe que había mostrado en el pasado; pero dejó que la desidia y la sensualidad corrompieran su voluntad. La enseñanza que ofrece el texto sagrado es palmaria: cuando se descuida la búsqueda del bien y el progreso en la amistad con Dios, la voluntad tiende a torcerse hasta ensombrecer del todo la inteligencia, llevando al hombre a cometer los más delictuosos desmanes. Todos los cristianos podemos caer en este peligro; por eso San Josemaría dejó escrito: «No te asustes, ni te desanimes, al descubrir que tienes errores... ¡y qué errores! –Lucha para arrancarlos. Y, mientras luches, convéncete de que es bueno que sientas todas esas debilidades, porque, si no, serías un soberbio: y la soberbia aparta de Dios»[15].

El profeta Natán constituirá el medio del que Dios se vale para sacar al rey de su triste situación. Natán se valdrá de una parábola de inusitada belleza, una de las primeras que encontramos en la Biblia, presentándola como un hecho real. El profeta expone el caso de un hombre rico que tenía ovejas y bueyes en abundancia pero que, para agasajar a un huésped, no queriendo hacer uso de sus haberes, quita a un hombre mísero de la ciudad lo único que tenía y amaba, una corderilla que era para él como una hija[16]. Ante la indignación de David, Natán le hará ver al rey que él era ese hombre rico, que había abusado de la confianza de Urías y le había despojado de su mayor bien. David no podrá menos que reconocer su grave pecado y la enorme injusticia que había cometido: «He pecado contra el Señor»[17]. Se ha de añadir que algo que llama particularmente la atención en la recriminación de Natán es la noble delicadeza, que no desdibuja la claridad, con que el profeta hizo comprender al rey el gravísimo mal que había cometido, moviéndolo así a una verdadera y sentida compunción.

Con sus palabras, Natán logra despertar la conciencia y la fe de David, y le anima a buscar el perdón divino, que se le otorga al confesar su pecado ante el Señor. Fue el inicio de una nueva existencia, que llevó al rey a acercarse aún más al Dios de Israel. Nos encontramos ante un ejemplo vivo de cómo en el camino hacia la santidad, si importante es luchar para no caer, más lo es el no quedarse en el suelo[18]. Según una antigua tradición, el dolor manifestado por David ante la conciencia de su pecado ha quedado reflejado en el Sal 50, conocido como el salmo Miserere. En esta plegaria, si por una parte el salmista reconoce con verdadero dolor el mal cometido, confiesa su pecado por lo que supone de ofensa a Dios y se dirige a Él pidiéndole que por su bondad y misericordia lo purifique[19]; por otra, muestra plenamente su confianza en la misericordia divina, pues reconoce que la gracia de Dios es más fuerte que su miseria[20], y hace una propósito firme y decidido: se compromete, como manifestación de su sincero arrepentimiento, a cambiar de vida y a enseñar a los hombres los caminos de Dios para que se conviertan[21].

El Salmo refleja bien cuál debió de ser la disposición interior de David cuando percibió con claridad la magnitud de su pecado. No pensó que estuviera todo perdido. No dejó que su caída le mantuviera alejado de Dios, sino que le llevó a buscar la misericordia divina, sabiendo que era mucho más grande que su pecado, por terrible que fuera. Un ejemplo que ofrece la Escritura para nuestras vidas, para nuestras pequeñeces y debilidades, que la soberbia se empeña en hacer grandes. «En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada»[22]. Tantas veces somos nosotros mismos, por así decir, los que no estamos dispuestos a perdonarnos, porque nos gustaría no fallar, ser perfectos, intachables.

El Señor nos quiere como somos. Por eso «Él siempre nos espera, nos ama, nos ha perdonado con su sangre y nos perdona cada vez que acudimos a Él a pedir el perdón»[23]. Él es nuestro Padre, que nos conoce mejor que nosotros mismos y responde a nuestra debilidad con su infinita paciencia; de hecho, el camino hacia la santidad «es como un diálogo entre nuestra debilidad y la paciencia de Dios, es un diálogo que si lo hacemos, nos da esperanza»[24]. Dios no quiere que pactemos con nuestras faltas: desea y nos ayuda para que caminemos por los caminos de la vida interior con garbo, con soltura, sin tener miedo a caer porque nos sabemos en sus manos, prontas a perdonarnos y a bendecirnos; porque sabemos que, si caemos, con su gracia que nunca nos faltará podemos volver a levantarnos y a caminar mejor que antes. Por eso, «la paciencia de Dios debe encontrar en nosotros la valentía de volver a Él, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que haya en nuestra vida»[25].

De todo esto nos da ejemplo David, que sabe ofrecer al Señor lo que Él más desea: «un corazón contrito»[26], amante, totalmente dirigido a él, que ponga en él su confianza. Todos los creyentes podemos volver hacia ese rey bíblico que, con todas sus debilidades, supo ser «un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir suplicar y alabar»[27].

Antonio Aranda - Miguel Ángel Tabet


[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2579.

[2] Cfr. concretamente de 1 Sam 16 a 1 Re 2, 12. Cfr. también 1 Cr 10-29 y Sir 7, 1-11.

[3] Benedicto XVI, Audiencia general, 15-II-2012.

[4] 1 Sam 16, 7.

[5] Cf 2 Sam 2, 4; 5, 3.

[6] 2 Sam 5, 12.

[7] San Josemaría,Es Cristo que pasa, n. 46.

[8]1 Sam 17, 26. 36.

[9] 1 Sam 17, 46.

[10] 1 Sam 17, 37.

[11] San Josemaría, Camino, n. 472.

[12] San Josemaría, Forja, n. 525.

[13] Mons. Javier Echevarría, Carta pastoral con ocasión del "Año de la fe", 29-IX-2012, n. 6.

[14] Cfr. 2 Sam 11.

[15] San Josemaría, Forja, n. 181.

[16] Cfr. 2 Sam 12, 1-14.

[17] 2 Sam 12, 14.

[18] Cfr. Francisco, El nombre de Dios es misericordia, Planeta-Testimonio, Barcelona 2016, p. 72.

[19] Cfr. Sal 50, 3-9.

[20] Cfr. Sal 51 (50), 9-14.

[21] Cfr. Sal 51 (50), 15-18.

[22] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75.

[23] Francisco, Regina coeli. Plaza de San Pedro. II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, 7 de abril de 2013.

[24] Francisco, Homilía en la Basílica de San Juan de Letrán. II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, 7 de abril de 2013. Para la toma de posesión de la cátedra del Obispo de Roma.

[25] Ibidem.

[26] Sal 51 (50), 19.

[27] Benedicto XVI, Audiencia general, Plaza de san Pedro, 22 de junio de 2011.